Miles Davis en la basura. Ahí me lo encuentro, en los contenedores de reciclaje que hay cerca del ambulatorio, una calurosa mañana. ¿Quién se habrá deshecho de esa foto a gran tamaño y enmarcada del músico americano?, me pregunto. Tal vez una pareja que acaba de romper y no quiso saber nada de ese hombre cuya música les acompañó en los mejores momentos de su relación. Puede ser. El sol resalta la piel negra y brillante del señor Davis, que sostiene su trompeta entre las manos, como si decidiese tomarse un respiro a petición del fotógrafo. De repente, sin ponerles cara, me imagino a la pareja, entre sombras, bailando lentamente, en una de aquellas noches de verano en las que el amor les parecía lo único salvable de este mundo. La botella de vino está terminada y se dirigen a la habitación. La música de Miles sigue sonando, toda la noche. El deseo, sí, también es una buena tabla de salvación. Los amantes cierran la puerta de aquella habitación, ahora desmantelada, y yo sigo mi camino, pensando si, después de recoger a mi madre en el centro de salud, me llevaré esa foto para casa o la dejaré ahí, en los contenedores de reciclaje, esperando que esa otra pareja que empieza a convivir quiere contemplar cada mañana el rostro del músico que les acompaña casi todas las noches, cuando el deseo irrumpe.
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