Vino a nuestra casa hace años para hacerme un reportaje para El Comercio con motivo de la publicación de uno de mis libros. Aún puedo verlo sentado en este mismo sillón en el que ahora escribo estas palabras. Exquisito, culto, educadísimo, agradeció el café que le ofrecí, y mantuvimos una charla como si fuéramos dos viejos amigos atrapados por las mismas pasiones: la literatura, el cine, la música, el teatro... Iba tomando apuntes en su libreta y la conversación se alargó más de lo esperado porque creo que los dos estábamos a gusto. Desde una esquina, medio escondida, Francesca. Y desde la pared, varias mujeres del cine clásico nos observaban. No pasó por alto ambos detalles. Y así lo reflejó en el texto que escribió de aquel encuentro. (Uno de los mejores, por cierto, que me han dedicado). "El difícil arte de la sencillez", puso por título al citado texto.
Luego, nos encontramos varias veces a la entrada o a la salida de algún teatro y siempre intercambiábamos alguna breve palabra y nos saludábamos con afecto. Y cuando se unió a este invento de las redes sociales, nos seguimos con cercanía y aquel mismo afecto.
Leía (casi) todo lo que escribía y siempre estaba de acuerdo con su visión de aquellos espectáculos en los que coincidíamos. Tantas horas transcurridas en estos viejos teatros. Aquellas pasiones a las que, delante del café, dedicamos buena parte de nuestra conversación. También era invierno.
No llegamos a fomentar la amistad, pero desde aquella tarde en nuestra casa supe que tenía en él una especie de aliado. Esa extraña complicidad que surge o no surge entre dos personas. Allí surgió, sí, bajo la atenta mirada de la gata y de las mujeres del cine clásico que ambos admirábamos Por eso, porque duele perder a quienes consideramos nuestros aliados, la noticia de su muerte me ha entristecido sinceramente.
Descansa en paz, Alberto.