La historia de María Dolores Pradera no es sólo la historia de una mujer elegante que cantaba como una diosa, sino la historia de todas aquellas personas que, de un modo u otro, la fuimos descubriendo y admirando. Y seguiremos haciéndolo, admirándola, a través de todas esas grabaciones que perdurarán a lo largo de los años, y a través también del recuerdo de todas aquellas veces que la vimos actuar en directo. Memoria sentimental de primer orden. (Ah, aquellas noches en el Campoamor, sola o con Carlos Cano). Sobre el escenario, alentada por un público siempre fiel y entregado, la Pradera se crecía al mismo tiempo que crecía nuestro entusiasmo por sus canciones, por sus movimientos, por su luz incuestionable.
La muerte es una especie de tránsito estúpido, inexplicable y doloroso. La desaparición física de quienes amamos o admiramos. Todo lo demás continúa en el mismo sitio. El sitio de nuestros recreos, que diría aquel otro genio.