Temblaba. Cuando el veterinario nos dejó pasar a verla, después de haber sido operada horas antes, estaba temblando dentro del transportín. Le dijimos palabras cariñosas para que reconociera nuestras voces y yo acaricié su cabeza con un dedo de la mano derecha. Poco a poco, ya de regreso a casa, se fue tranquilizando. Lo peor ya había pasado. Ahora tocaba la recuperación. Poca broma: tenía una piedra afilada de más de un centímetro en la vejiga. Antinflamatorios y antibiótico para catorce días. Va, viene, se acuesta, se levanta, quiere jugar, nos acaricia con la cabeza, se deja acariciar, no quiere el vestido que nos aconsejaron ponerle para que no se lama la cicatriz (cuando se lo ponemos, se deja caer y se queda quieta, paralizada, como una muñeca abandonada en el suelo o como aquella Elizabeth Taylor de 'Cleopatra' recostada en almohadones), pero sigue, como es lógico dado el abundante medicamento, algo molesta y amodorrada. Pobre gatina, susurramos, conteniendo tantas emociones vigentes. Pobre Gena. Aquí no se libra nadie. Y le ponemos su comida favorita y maúlla débilmente, y decimos parece que se va recuperando, y se va recuperando, pero lentamente. Aunque la vida pasa a toda velocidad, hay cosas -muchas cosas- que transcurren tan lentas como los veranos en la ciudad y parecen casi interminables. Continuamos a la espera. De su recuperación y de algunas otras cosas. Paciencia, esa palabra.
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