A mi madre le encantaban los dulces. Todos los dulces, sin excepción. Quizá los de chocolate eran los que menos le gustaban. Prefería el chocolate blanco al negro, los milhojas de crema a los de merengue, los helados de bola a los de corte. Por lo demás, todo le iba bien. Mejor dicho: mal. Los medicamentos que tomaba para su enfermedad ya le subían bastante el azúcar y tenía que tenerla constantemente controlada. A veces, hacía una excepción. ¿Qué sería de nuestras vidas sin esas excepciones? Algo mucho más triste, sin duda. Cuando llegaban estas fechas, finales de octubre, y todos los supermercados se llenaban de los característicos dulces navideños, se le hacía la boca agua. El turrón y los mazapanes. El turrón blando y esos mazapanes que tienen forma de animales o algo así. Rama dura, vaya. Le gustaban más en esta época que durante los propios días navideños. Caía en la tentación, sin pasarse. Compraba tímidamente, con miedo. Mamá, le decía, con cuidado. Vete con cuidado. Como me decía ella cuando yo era joven y salía por las noches o cuando nos íbamos de viaje al extranjero. Advertencias de madre, advertencias de hijo. Todo el día hay que ir por la vida con advertencias. No vaya a ser que.
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