¿Dónde estamos? ¿Dónde queremos estar? ¿Es el viaje el punto de partida o de llegada? Son las preguntas iniciales que nos plantea Juan Cavestany en su última película, 'Un efecto óptico'. Una pareja que ya ha cumplido los 50 decide viajar -con unas ganas un tanto forzadas: viajar por viajar, casi por obligación, porque todo el mundo lo hace, con mismo el entusiasmo del que se plantea comer una pera o un plátano, un filete o una rodaja de merluza- de Burgos a Nueva York. Y a partir de ahí todo se vuelve nebulosa, desconcierto. ¿Están en Burgos o están en Nueva York? (La siguiente frase puede ser un pequeño spoiler para la gente más susceptible, advierto). El detalle de la mortadela es soberbio: metáfora brillante de esa gente que viaja y no quiere perder sus costumbres locales ni un solo día. ¿Servirá la aventura para mejorar su relación de pareja? ¿Les abocará el viaje a un lugar sin retorno? ¿Están realmente en Nueva York o no se han movido de Burgos? Más incógnitas. Puede que las respuestas no estén en la película, sino en la cabeza de quien la está viendo. Ellos caminan por paisajes inhóspitos o por turísticos espacios demasiado trillados. Hablan o guardan silencio. Se miran. ¿Se reconocen o no se reconocen? ¿Se necesitan? El laberinto, más que en la propia película (que también), está en sus cabezas. Y de ahí se traslada a las nuestras.
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