Cuando íbamos por el Urban o el Riscal -dos coctelerías cuyo estilo te transportaba a otras ciudades, dejando atrás cualquier rastro de provincianismo-, podías verla caminando entre las mesas, retocando algún detalle, ordenando unas flores o el plato de los limones, saludando a clientes y amigos. Se movía de esa manera en la que se mueven las personas especiales, que sobresalen y destacan del resto sin proponérselo. Ese don que se tiene o no se tiene, que es innato, que no se puede comprar. Sus ropas siempre negras contrastaban con su pelo de un rubio intenso. Algún detalle -un pañuelo en el cuello, un anillo o una pulsera, unos playeros, una cazadora...- rompía la monotonía del negro, añadiendo un toque especial y glamuroso. Un toque de distinción, como decía el título de aquella película de los 70 protagonizada por Glenda Jackson. Eso era. No le demos más vueltas.
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